Romanticismo


Denominado también como movimiento, revuelta o revolución romántica y pese a la dificultad de determinar tal concepto, el Romanticismo como corriente artística se presenta dentro de un fenómeno histórico e intelectual que predominó en la cultura occidental durante gran parte de la primera mitad del siglo XIX, alcanzando su mayor apogeo en el segundo cuarto de la centuria. No obstante y aunque el punto de partida de esta corriente puede situarse en torno a 1800, coincidiendo con los ideales revolucionarios napoleónicos, los postulados de la nueva conciencia estética se gestan ya en las últimas décadas del siglo XVIII, tanto en la producción de numerosos artistas, como en las reflexiones literarias y filosóficas del contexto europeo (Young en Inglaterra, Rousseau y Diderot en Francia o el movimiento Sturm und Drang en Alemania, por ejemplo). De ahí la compleja delimitación que supone diferenciar el incipiente movimiento romántico con la corriente coetánea neoclásica, máxime en artistas y artífices que participaron de ambas estéticas. 

Como ocurre en otros muchos estilos, el término de romanticismo tuvo una connotación peyorativa en principio, ligado a los vocablos de romanesco, en contraposición a clásico, y unido a la idea de una composición literaria, como roman. Tradicionalmente se señalan dos acontecimientos claves para situar el origen del Romanticismo. Por un lado la Revolución Francesa, un hecho que finaliza con el Ancien Régime, encamina el estado burgués y acelera los conceptos históricos de la civilización contemporánea. Por otro lado, la filosofía de Immanuel Kant (1724-1804) decisiva en la configuración del movimiento al argumentar la incapacidad y la limitación del entendimiento humano. En sus trabajos de estética y cercano al pensamiento neoclásico Kant estableció la categoría de lo sublime, una belleza oscura y grandiosa, que recogerán los románticos para rechazar los conceptos de serenidad y equilibrio de la belleza clásica y, con ello, oponerse a la rigida normatividad neoclásica. 

En este sentido y dado que los primeros pensadores estaban vinculados a la Ilustración, el Romanticismo germinó de algunos de los modelos y postulados del Neoclasicismo, irradiando principalmente por Gran Bretaña, Francia y Alemania sin un proceso lineal o contínuo, invirtiendo los preceptos del racionalismo y propugnando una auténtica subversión de los valores culturales establecidos a lo largo del siglo XVIII. Sin embargo, fue en este siglo de las Luces cuando se detectan los primeros síntomas claros de la liberalización de las normas clásicas que darán lugar, en las artes visuales, a una gran variedad de lenguajes románticos. Frente a las verdades inmutables y los valores intemporales y universales de la estética neoclásica, el artista romántico prefirió volcar su experiencia vital, sus emociones y su carga expresiva en la obra de arte, de forma más individualista, espontánea y apasionada. 

Según estos criterios y como señala Hugh Honour, la característica esencial y definitoria del Romanticismo fue el valor que alcanza la sensibilidad y la autenticidad emotiva del artista, como cualidades capaces de dar validez a su obra. Ahora bien, es innegable que los ideales de libertad del artista romántico iban parejos a toda una serie de transformaciones en la profesión y en el público, como en la aparición de un nuevo mercado y de una crítica de arte, casi tal y como hoy los entendemos. 

Liberados del mecenazgo tradicional, es decir de la Iglesia y la Monarquía, que de antaño imponía las exigencias de la obra o contrato, los artistas tuvieron que buscarse un nuevo público y un lugar para exponer, los Salones, donde poder mostrar su individualismo, su sensibilidad, su peculiar sinceridad y su libertad personal, libre de normas y convenciones. De ahí, la nueva concepción del genio excéntrico y anticonformista. Liberados también de la temática grandilocuente inherente al Antiguo Regimen, los artistas buscaron nuevos temas, cada vez más alejados de las retóricas tradicionales. Así, el interés por el pasado de la historia, en especial por el arte y la literatura medievales se acrecienta a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII y encuentra su espaldarazo definitivo con la publicación en 1802 de El Genio del Cristianismo de Chateaubriand. 

Tal interés se convirtió en un campo ilimitado de ensayos y experiencias tanto en las artes plásticas como en la arquitectura, con fuerte incidencia en el gótico, una modalidad neo que llegó a adquirir connotaciones religiosas, nacionalistas y políticas. Ello implicaba, evidentemente, un claro debilitamiento de las teorías clásicas y de la normativa vitruviana, pero a la vez un interés científico, erudito y arqueológico por aquel oscuro periodo medieval. La admiración y la nostalgia por la Edad Media comportaba de la misma forma un renacer de la religiosidad que se tradujo en la visión sublime e idealizada de la cristiandad. Junto a esta espiritualidad, los ojos de los artistas románticos también se dirigieron hacia el mundo oriental y los lugares exóticos e, interiormente, hacia los ámbitos legendarios y misteriosos, esotéricos y oníricos, en honor al nuevo valor concedido a la imaginación creadora, nuevos planos para el acto estético que tendrán una extraordinaria resonancia en la cultura contemporánea. Artistas como Francisco de Goya (1746-1828), Henry Fuseli (1741-1825) o William Blake (1757-1827) se adentraron, a finales del siglo XVIII, en lo que se ha denominado el lado oscuro del Siglo de las Luces, es decir, en la otra cara de la moneda del racionalismo a través del inconsciente y de las facetas imaginativas más sorprendentes y terroríficas, creando una iconografía simbólica muy particular en cada pintor.


Pero el verdadero enfrentamiento con la tradición surgió de forma pionera en la pintura de paisaje, considerada hasta entonces como un género menor. Fue la nueva manera de entender la naturaleza uno de los más claros postulados del individualismo y la conciencia romántica. Rompiendo con la estructura escenográfica del paisaje arcádico para buscar una plasmación fiel y científica del natural, el artista acabará fijándose ante todo en la naturaleza abrupta y en continuo cambio, en sus aspectos más sorprendentes, fantásticos e infinitos, y por tanto sublimes, o bien en su faceta más intimista y placentera, para expresar siempre una reacción individual y emocional.


En Inglaterra encontramos el nuevo modo de sentir y entender la naturaleza y las primeras rupturas con las fórmulas naturalistas del racionalismo a través de las teorías de A. Cozens (1717-1786), autor de un tratado sobre composiciones paisajistas, y de la obra de J. Constable (1776- 1837) y W. Turner (1775-1851), los más destacados paisajistas del romanticismo británico e interesados en reflejar las variadas emociones y estímulos de una naturaleza violenta y en transformación, con sus cielos ilimitados y turbulentos, repletos de luces, sombras y claridades y una utilización técnica abocetada y suelta que llega hasta la disolución en Turner o la pura descripción en el caso de Constable.


Junto a ellos destacan otros grandes maestros en Alemania, como Ph. Otto Runge (1777- 1810) y, sobre todo, G. D. Friedrich (1774-1840), figuras que reflejan a la perfección la idea del paisaje romántico del Norte de Europa y, con ello, el drama romántico de la relación del hombre con la Naturaleza, es decir, el paisaje que el artista ve en su interior a la luz de Dios, cargado de emociones espirituales y religiosas. 

En Francia y con París como foco artístico más importante de Europa, el romanticismo pictórico adquirió unas características propias y muy originales al quedar sometido a la ideología marcada por los consecutivos acontecimientos revolucionarios de la primera mitad de la centuria. La temática romántica aparece en artistas procedentes del taller de David, el gran pintor neoclásico. Testigos de las sucesivas convulsiones revolucionarias, cifraron su pintura preferentemente en el género histórico. El primer discípulo que se independizó de las tradiciones fue J.A. Ingres (1780-1867) que, a pesar de su perfección clasicista, optó por una serie de temas sensuales y versiones orientalistas, palpables en sus conocidas odaliscas y bañistas, cuyas anatomías presentan una excéntrica libertad. Otro pintor del taller de David fue A. J. Gros (1771-1835) responsable de toda la serie de imágenes que ensalzaron las gestas de Napoleón.


Sin embargo, fueron T. Géricault (1791-1824) y su continuador E. Delacroix (1798-1863) los máximos exponentes del rumbo que toma el lenguaje romántico. Como respuesta a la perfección del dibujo de los neoclásicos y de Ingres, abogaron por una defensa del color y una manera de pintar más libre en la técnica y frente al repertorio heroico anterior defendieron y asumieron la libertad en los temas y el compromiso político en la pintura de historia. La balsa de la Medusa de Géricault, de 1819, puede ser considerada la primera obra plenamente romántica de la pintura francesa; rememora un acontecimiento coetáneo, el trágico hundimiento de una fragata francesa en 1816 y en la que tan sólo se salvaron quince personas en una balsa tras días de una supervivencia de angustia y muerte, hecho que conmocionó a los franceses y al pintor, documentándose como un auténtico reportero para proporcionar una composición que acabó siendo una alegoría del trágico fin y del sufrimiento del hombre corriente,y una metáfora de la crisis política por la que atravesaba Francia con la monarquía restaurada tras Napoleón. 

Su seguidor, Delacroix, prefirió una temática donde la imaginación sobrepasara la autenticidad del acontecimiento real, como se aprecia en La masacre de Quíos, un drama bélico inserto en un espléndido paisaje que alude a otro hecho coetáneo, la guerra de liberación de los griegos por entonces bajo el dominio turco, o La muerte de Sardanápolo, tema igualmente trágico pero de origen literario. Pero fue La Libertad guiando al pueblo, expuesta en el Salón de 1831, la obra que mejor expresa la particular visión política de un artista y el reflejo de la idea romántica de libertad. En ella Delacroix refirió la Revolución de Julio en Paris y consiguió una perfecta fusión entre imaginación o alegoría y realismo. Como otros muchos pintores de la primera mitad del siglo XIX, viajó a otros paises, escapando de la realidad cotidiana para extraer una ambientación temática y una factura renovada; conoció España y llegó a Marruecos y Argelia, lugares que teñirán de exotismo y ensoñación su obra, dando lugar a un género orientalista que tendrá una extraordinaria continuidad en el segundo tercio del siglo. Mientras que en la pintura el movimiento romántico tuvo una incidencia transcendental, no ocurrió lo mismo en la escultura. De hecho, su influencia resulta contradictoria al haber quedado excluida muchas veces de la definición de Romanticismo. Por un lado, durante los primeros decenios del siglo XIX los escultores siguieron operando dentro de la fría factura del neoclasicismo, bajo el influjo de A. Canova, por otro lado la historiografía ha cuestionado la existencia de una escultura romántica, cuando esta llega a aparecer, por la falta de un lenguaje propio, lenguaje que quedó al amparo de cualidades pictóricas y la selección de una temática más literaria y separada del heroismo clásico, a la vez que se imponía con un nuevo vigor los monumentos funerarios y la estatuaria monumental para los espacios públicos. 

En Alemania surgió un foco escultórico importante en Berlín, con Godofredo Schadow (1767-1850) y Christian Daniel Rauch (1777-1857) a la cabeza. Escultores como Pierre Jean David D'Angers (1788-1856) o Antonio Agustín Préault (1809-1879) en Francia fueron los primeros en independizarse de los encargos tradicionales de los grandes mecenas para esculpir a una escala más pequeña e interesarse por los asuntos historicistas, la sensualidad y la plasmación de las pasiones humanas. Tambien se dieron escultores con un claro compromiso político, como François Rude (1784-1855), autor de los relieves del Arco de Triunfo de L'Etoile en París, uno de los cuales es la conocida Partida de los voluntarios de 1792 o La Marsellesa, una pieza de profundo barroquismo y verdadero emblema revolucionario. En lo que se refiere a la arquitectura, la versión romántica quedó cifrada en el retorno a los estilos del pasado --en un primer momento según criterios librescos y emotivos --, particularmente en los de la Edad Media y en especial en el gótico.